Seguramente para todos los que hemos vivido en la Sierra Noroeste de Madrid, el Valle de los Caídos tiene una simbología distinta que para el resto. No acierto alcanzar en qué momento descubrí qué significaba esa cruz en piedra que había ilustrado tantos de mis recuerdos, enmarcados en esas montañas que han actuado por un tiempo como decorado de mi vida. Lo que sí que sé, es que ese lugar marcó momentos de mi infancia: allí trabajo un tío-abuelo mío que nos dejaba subir gratis al funicular y a alguna misa de gallo asistí. A mi memoria la primera imagen que me viene es la de recorrer, de la mano de mis padres, un enorme pasillo oscuro, un pasillo que parecía no terminar nunca en el que yo fascinado por la magnitud del lugar, flotaba. Indudablemente, el día que descubrí que esa espectacularidad tenía las connotaciones políticas e históricas con las que cuenta, un disgusto me llevé. Sin embargo, entendiendo hoy a todas esas familias que quieren recuperar los restos mortales de sus seres queridos, desaparecidos en tan repugnante y desgraciada contienda que fue la guerra civil y que están allí depositados, creo que podríamos conseguir más.
Una de las primeras preguntas que recuerdo haberme hecho tras tener uso de razón es por qué mis padres se habían casado en semejante lugar, cuando en mi casa nunca se había simpatizado lo más mínimo con la figura de Franco o su régimen. La respuesta era sencilla, “simplemente nos gustaba, y nos pareció bonito como para casarnos allí”. Lo que hizo darme cuenta de que el Valle puede tener más de una, de dos y de tres formas de ser visto. Para algunos un reducto de un triunfal pasado, para otros un doloroso recuerdo y para mí, como les ocurrió a mis padres, un lugar singular enclavado en un paraje espectacular. Seguramente, mi visión es la más ingenua e ignorante, pero también la más pura.
Mientras que algunas voces han defendido que el Valle de los Caídos fue creado como un elemento para la reconciliación, es altamente cuestionable, más si cabe cuando durante cuarenta años se represalió a los perdedores de la guerra civil. Por lo que es más lógico creer simplemente, que lo que se pretendía no era hacer otra cosa que un templo donde enterrar a Francisco Franco y al fundador de la Falange, José Antonio Primo de Rivera. Un gran mausoleo donde peregrinan y venerar una corriente política hoy ya más que residual.
Desgraciadamente, la historia es la que es y no la podemos cambiar. Han pasado los años, pero la controversia se mantiene. Ningún presidente del Gobierno, de un lado o de otro, ha sabido cómo enclavar el valle de Cuelgamuros en la realidad nacional actual. Seguramente, tratando de hacer que impere la lógica y obviando a aquellos que sugieren volarlo por los aires o a los que prefieren que se quede como está, lo razonable es que si hemos sabido convertir el campo de concentración de Auswitch, que fue un sitio de mucho dolor y mucha simbología, en lo que no deberíamos volver a repetir, podríamos hacer lo mismo con este lugar. Porque aquellas sociedades que no saben aprender del pasado son aquellas que nunca sabrán caminar hacia el futuro.
Es precioso,me gusto como escribes y de que escribes,para mi es el recuerdo de una Basílica bonita donde nos casamos,en aquella época no se hablaba de política y yo no lo vi así….conotCiones políticas para mi no las vi sino no lo hubiera escogido par tal evento tan i.portante en mi vida.